Hacía varios días que no podía dormir bien. Tenía insoportables dolores de cabeza, y su humor empeoraba por momentos. Estaba irascible, irritable, altanera y cansada.
Iba de camino a casa de sus padrinos, conduciendo a través de una terrible tormenta. Los limpiaparabrisas no daban abasto. El aire mecía el coche, como un pequeño juguete al arbitrio de sus afilados dedos, y toda la luz del día se escurría entre los pliegues de la tarde.
Iba de camino a casa de sus padrinos, conduciendo a través de una terrible tormenta. Los limpiaparabrisas no daban abasto. El aire mecía el coche, como un pequeño juguete al arbitrio de sus afilados dedos, y toda la luz del día se escurría entre los pliegues de la tarde.
Aquella tarde, se sentía sumamente extraña. Extrañamente acompañada. Desde que subió al coche, intuía la presencia de alguien más. Miró en varias ocasiones por el espejo retrovisor, para comprobar el asiento de atrás de su coche. La paranoia y la sensación eran tal, que incluso, se bajó del coche, empapándose hasta los huesos, para abrir el maletero, y comprobarlo. Pero nada. ¿Y qué esperabas encontrar?- se preguntaba a sí misma en un alarde de falsa cordura. Sintiéndose una idiota volvió a subir al coche, y se puso de nuevo en marcha.
Notaba toda la ropa pegada al cuerpo, y podía predecir, sin temor a equivocarse, que luciría un precioso resfriado al día siguiente.
Tal como avanzaba en el trayecto, la tormenta arremetía más duramente, el agua caía sin piedad, y el viento, arrastraba señales y objetos a su paso. Entonces llegó lo peor. Se volcó sobre ella una espesa niebla, que ocupaba toda la carretera.
¡Odiaba conducir con niebla!
No podía estar más incómoda dentro del coche, empapada, con aquella lluvia y con el viento lanzándola como un péndulo en un reloj de cuco. Además y por si fuera poco, aquella siniestra niebla.
La niebla le traía malos recuerdos. Tal vez no fueran exactamente malos recuerdos, porque ella nunca tuvo un accidente ni nada parecido relacionado con ella, pero recordaba como su abuelo siempre la prevenía, enérgicamente, contra la conducción en esta situación. Él sabía lo peligroso que era conducir con aquellas condiciones atmosféricas. Ahora estaba realmente arrepentida de haber salido de casa, con el tiempo que hacía y para acudir a una reunión a la que no deseaba asistir.
En ese momento, y a sólo veinte metros de distancia, apareció ante ella un obstáculo que no podía distinguir. Su coche se acercaba, inexorablemente a toda velocidad. Su mente se quedó totalmente bloqueada, su cuerpo rígido y entumecido, sólo contemplaba como se precipitaba, sin remedio contra aquel espantoso objeto que ocupaba la calzada.
Sus manos soltaron el volante en un gesto irreflexivo y extraño. Su cara se contrajo, su boca se abrió en un grito mudo, que se negaba a salir. Sus ojos se abrieron hasta hacerse sangre. Su piel traslucida estaba perlada de sudor, como preludio de lo irremediable. Su agitación disparó su corazón a un millón de pulsaciones, era la sensación de pánico, más atroz que jamás había sentido. Estaba quieta, totalmente inerte, pero todos sus músculos, permanecían en tensión, la sangre salía de sus ojos, y la garganta estaba a punto de estallar a pesar de no haber pronunciado una sola palabra.
Todo ello, en los veinte segundos, que tardó en estar a la altura del obstáculo. Justo en ese instante, en el momento del anunciado impacto, el volante, se volvió blanco, o tal vez fuera transparente, no estaba muy segura, y frío, muy frío, helado. Fue cuando giró bruscamente, sorprendentemente, inexplicablemente, encontrando un hueco, por donde hallar la salida a una muerte vivamente anunciada. Y todo retornó a su lugar. El carril despejado y el volante tan negro como el día que lo compró.
Su corazón fue lentamente apaciguándose. Sus manos retomaron el control del coche y su boca se cerró en una tensa sonrisa, de la mandíbula apretada. Su sudor se secaba en su ropa, nuevamente húmeda, y sus ojos no parecían que fueran a estallar, por el momento, quedando de su anterior expresión sólo dos solitarias y rojas lágrimas en sus mejillas.
Paró en cuanto encontró un área de servicio, ni siquiera sabía cómo había llegado hasta allí, y apagó el motor. Sus manos aun temblaban y sabía que algo húmedo ocupaba su asiento, aquellos eran los últimos vestigios de lo ocurrido... Y sonrió. Volvió a sentirse acompañada, pero esta vez no se bajó del coche, no escudriñó el maletero, no sintió la necesidad de apaciguarse contra esa presencia. En aquella ocasión sabía de quien se trataba, durante años había usado la misma colonia y en aquel breve instante, el interior del coche despedía el olor inconfundible de su adorado y protector abuelo.
Hasta la próxima desconexión!!!!!!!!!!!!!!