Recostada en mi dormitorio lo observo. Está sentado
en la butaca a los pies de mi cama. Pelo blanco y escaso, gafas de pasta negras, camisa blanca de manga corta y pantalón de pinza beige, barriga
levemente pronunciada y cinturón negro. No es que sea el mejor estilismo,
tampoco nos importa. Lo miro entrecerrando los ojos y se percata de que le
estoy dando vueltas a algo. Me devuelve una mirada en la que se puede leer un
“¿Qué pasa?”
―Estaba pensando que los nietos conocen
en mal momentos a sus abuelos ―entrelaza los dedos de las manos sobre su
barriga a la espera de que continúe―. Sí. Los conocen demasiado pronto, cuando
son niños y no sienten curiosidad por ellos. Es mucho después cuando empiezan a plantearse cosas
como… no sé, qué hacían en su día a día, qué era lo que les hacía
gracia, cómo era criar animales, la forma tan particular de contar los días y saber si llovería, las anécdotas con sus hermanos, qué hicieron en la
guerra, cómo fue perder a alguien, o cómo terminaron casándose y con quién
habían salido antes (que los abuelos también tienen sus ligues). Todas esas
cosas que nuestros padres no nos cuentan y aquellas que tampoco saben o han olvidado. Tengo curiosidad. Podrías habérmelas contado. Podrías contármelas. Ahora, ¿puedes?
El
cuenco tibetano resuena por todas partes, invade el cuarto, lo emborrona y la habitación
se va haciendo cada vez más lejana. Aparecen destellos y luego… todo
está oscuro. Una voz se engarza en mis oídos: “Moved suavemente los pies, a un lado,
al otro, las manos, la cabeza…” Siento la humedad bajo el saquito de semillas
que cubre mis ojos. “Girad el cuerpo hacia el lado derecho”.
Ahora sé dónde estoy, tumbada en el suelo. Me giro en posición fetal y esta vez, antes de lo usual, retiro de mis ojos el
saquito de la meditación. Como si hubiera estado prisionera se escapa y cae a
la tarima de madera una lágrima que arrastra su camino por encima de mi nariz.
No sé qué ha pasado. Me incorporo siguiendo las órdenes de la profesora de yoga.
Es el momento final de la clase y aún me duele el recuerdo que se desvanece hecho
jirones. Tengo los ojos húmedos pero nadie se da cuenta, solo sigo las indicaciones de la profesora y no puedo dejar de pensar que es "otra
oportunidad desperdiciada".
Hasta las próxima desconexión.