La sala de espera estaba vacía y olía a desinfectante.
La limpiadora acababa de terminar su tarea, yo era el último paciente, pero un
enfermero me acompañaba. Su estómago sobresalía generosamente de sus
pantalones, los cuales sujetaba con
tirantes rojos. No sé por qué me recordó a los antiguos mayordomos de grandes
señores, la antesala del conde.
Al fin llegó mi turno. Avancé por el
frío y gris pasillo, tres puertas a la derecha, y tres a la izquierda, todo era
bastante depresivo, paredes desconchadas con evidentes signos de humedad, todo
gris.
Puerta número tres. Oftalmólogo, leí.
Llamé a aquella puerta de madera barata, algo abombada por la parte baja,
parecía que realmente tenían un problema de humedad. Todo con el mismo tono
gris, monocorde, el suelo, el techo, las paredes e incluso las puertas. Ya era
bastante malo ir al médico, alguien debería empezar a pensar en contratar un
decorador, aunque fuera para descubrirles las distintas gamas del gris. Ya
estaba divagando, debía pasar, era tarde.
Entré, pero la consulta no era como
esperaba. Bueno la consulta era como todas, lo diferente era la atmósfera, el
ambiente. Las luces estaban apagadas, esa gran oscuridad lastimó mis ojos
enfermos. Cuando se acostumbraron, pude ver en la habitación el típico escritorio
y sus dos sillas para los enfermos, pero la única luz que se proyectaba era la
de un flexo que apuntaba directamente a los papeles que se agolpaban en la mesa
del oculista, reinaba un caos absoluto. Unos veinte sellos se esparcían en el
lado izquierdo de la mesa. Varios talonarios de recetas, algo que me sorprendió
porque ahora todo va con receta electrónica, y montañas de papeles que supuse
eran informes de pacientes anteriores. Detrás del especialista, una ventana
cerrada con las persianas bajadas.
Su voz sonó por primera vez, era tan
aflautada que pensé que era una doctora. Me fijé mejor en el ser que tenía en
frente para descubrí que era la persona más extraña que había visto. Tenía el
pelo largo y gris, a juego con todo lo demás, y acababa en mechones puntiagudos
cual dibujo manga, ningún peluquero sería capaz de conseguir ese peinado. Su
estructura ósea era, como poco, particular, de hombro a hombro no habría más de
treinta centímetros, la palabra enjuto era demasiado generosa para describirlo
o describirla. Sus dientes con tonos amarillos y afilados, sus manos y cara
dejando traslucir sus huesos, y esa blusa estampada, completaban la apariencia
de aquel extravagante doctor, doctora, o lo que fuera.
Empezó a remover los papeles que le
hablaban de mí:
—Perdone —dije sin especificar, ya que
decirle doctor habría sido jugárselo todo a una carta, así que preferí usar
simplemente el usted —vine por una inflamación en mi ojo.
—¡Ah! ¿Sí? A ver —Tuvo que apuntarme a
la cara con el maldito flexo —¡Ah, es un chalazión! Es una glándula del párpado
que se inflama —Me dijo con aquella extraña voz. Acercó su dedo, delgado como
una cerilla, a mi ojo y presionó
ligeramente.
—Sí. Vaya, esto habría que operarlo.
—¿Perdón, cómo que operarlo?
—Sí. Sangra bastante, así que tendré que
ponerle un anillo en el ojo que haga presión para después sacarlo— Ya me veía
como un dibujo animado, con mi globo ocular engordando hasta hacerse del tamaño
de un huevo cocido.
Miré a la cara del… oculista y podía
verlo relamerse los colmillos con la imagen de mi sangre. Si existiera un Conde
Drácula debía ser igualito a él o a ella o a lo que fuera, en ese momento.
Sólo pude decir:
—¿Usted, aquí, con esta luz? —creo que percibió
mi pánico por el tembleque de mi voz.
Me miró con sus extraños ojos, abrió el
cajón de la izquierda y colocó sobre la mesa una jeringuilla que me pareció
enorme, monstruosa. La luz del flexo se reflejaba sobre la aguja y parecía
centellear burlona, ante mi miedo.
—¿Ahora?
—No, la operación tendría que ser en el
hospital. Pero hay otra solución. Duele un poco—vi como su colmillo se
alargaba, o tal vez lo imaginé —Se trata de inyectar directamente el
medicamento en el ojo, pero puede reaparecer a los dos meses o así. Eso sí
podemos hacerlo ahora.
—¿Usted, aquí, con esta luz? —Sonrió
como uno de esos demonios de los cuentos infantiles y sus pulseras de oro
resonaron contra el escritorio.
—Sería lo mejor.
—¿Y una pomadita?
Parecía completamente decepcionado o
decepcionada, lo que fuera. Abrió el cajón de la derecha y sacó un tubito de
unos tres centímetros.
—Por probar. Daño no le hará, sino en
seis meses debe volver.
Me levanté arrastrando la silla y le di
las gracias sin sentirme capaz de darle la espalda. Caminé hasta chocar contra
la puerta, en un segundo estaba de vuelta al pasillo gris. Mis ojos tuvieron
que acostumbrarse a la normalidad, y también a la luz. Recorrí el desvencijado
pasillo con la sensación de haber escapado por los pelos, no sabía bien de qué
o de quién. El enfermero me sonrió.
—¿Todo bien?
—El docto… el oculista me dio una
pomada.
—¡Oh! Que bien. Espero que se mejore— Se
giró para irse y de su mano cayó una canica que rodó por el deprimente suelo,
deslizándose hasta una fila de asientos. Amablemente me ofrecí a recogerla. Me
agaché, la cogí, iba a devolvérsela cuando me di cuenta que no era una canica.
Se me escurrió de entre los dedos y salí corriendo, el ojo rodó hasta la
zapatilla de goma del enfermero, mientras yo corría hacia la salida de
emergencia. Sus escaleras también son grises.
¡ Hasta la próxima desconexión!
4 comentarios:
Genial. Como siempre... genial. Me encantas esas descripciones tan pormenorizadas.
· un beso, sin desconexión alguna.
· CR · & · LMA ·
¡Ñoco! Estuve fuera y no te había leído. Tú si que eres un encanto. Tengo que pasar por tu rincón!
Besos
Publica ya.
No es un consejo
es una orden.
· un beso
· CR · & · LMA ·
Ñoco, tus deseos son órdenes para mí, este fin de semana tienes uno nuevo, ya empiezo a retomar de nuevo el blog.
Un beso
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