
Caminaba en silencio, con la mirada baja, por la nave central de la Iglesia. Sus pies avanzaban sin vacilar hacia el altar, arrastrándose por el suelo de mármol. El silencio que respiraba ensordecía sus oídos. Podía sentir cada latido de su corazón reflejado en las convulsiones de sus sienes. Estaba tan nervioso que pensó que sus ojos, se nublaban por la tensión, hasta que descubrió, resbalando una lágrima hasta su barbilla, que se precipitó contra el suelo.
Se detuvo un momento, como si aquella gota cristalina, fuera un inmenso océano, que atravesar.
Levantó su rostro y divisó al Obispo aguardándole al final del camino. Aquel Obispo que lo había bautizado, él que le otorgó la primera comunión, él que lo había visto crecer. Y se obligó a avanzar por encima de su particular obstáculo .
Llegó al altar y se arrodilló frente a él. Le entregó la vela encendida que lo había acompañado en aquel camino y el clérigo le hizo las preguntas destinadas a sus votos, mientras ayudaban al ordenante a ponerse el hábito que estaba esperando por él.
Cuando lo posaron sobre su tembloroso cuerpo lo sintió rígido, extraño, opresor, pesado, tremendamente pesado, como si estuviera hecho con cemento, inflexible.
Sus rodillas se hundían en el suelo de la Iglesia, sus hombros se cernían sobre su propio pecho, aprisionando su respiración.
Comenzó de nuevo a llorar, pero esta vez no fue una única y escasa lágrima.
Levantó la vista al cielo de su templo y suplicó. Suplicó ver aparecer a aquella mujer que lo había arrastrado a este destino, y que ahora cruelmente lo alejaba de él.
El Obispo volvió a repetir, con voz llena de impaciencia, las preguntas que no encontraban respuestas.
El joven dejó caer su cabeza entre los hombros cediendo a la presión que aquel hábito ejercía sobre su cuerpo, su mente, y sobretodo sobre su corazón.
La ordenación había terminado.
Hasta la póxima desconexión!!!!!!!!!!!!