La aldea no era más que un puñado de chozas
destartaladas, con los tejados en forma de cono hechos de madera y paja. Pero a
él le parecían palacios, nunca había dormido a resguardo. Desde que podía
recordar había permanecido a la intemperie. Dormía en cuevas, comía los frutos
de los árboles, se lavaba en el arroyo que cruzaba la montaña. Su casa era toda
aquella montaña, el valle, la meseta; las plantas de sus pies estaban curtidas
de recorrer esos caminos, tal era su pobreza y su riqueza. Por eso, a veces,
miraba con envidia la vida de los niños y, con los años, de los adultos que
vivían en aquellas chozas.
Una mañana de primavera, mientras chupaba una flor
para extraerle el azúcar, escuchó el grito de una mujer; corrió monte a través
para saber qué ocurría. En un claro pudo ver como una señora, que llevaba a su
espalda un bebé atado con un trozo de tela, lloraba desconsolada tirada en el
suelo. Cuando iba a dar un paso hacia ella lo vio, un tigre estaba mirándola
desde el otro lado del claro, caminaba bordeándolo decidiendo el mejor ángulo
para atacar, lo que parecía inminente. El muchacho no tuvo tiempo de pensar en
lo que estaba haciendo y por puro instinto corrió hacia la mujer interponiendo
su cuerpo entre ella y el tigre. El animal, desconcertado por la nueva víctima
permaneció quieto un momento, abrió las fauces y emitió el rugido más rotundo
que había oído la mujer nunca, esta aprovechó para descolgar a su hijo y
abrazarlo aunque fuera una última vez. Pero el tigre no avanzó hacia ellos. El
chico estaba allí, en pie, con los ojos fijos en los ojos del tigre,
manteniéndole la mirada, en posición amenazante, tieso, como si fuera de piedra. No movía un solo músculo, pero no
por ello parecía menos imponente. El tigre volvió a rugir, giró sobre sus
propios pasos y se alejó mansamente. El chico giró la cabeza, miró por encima
de su hombro a la mujer y a su bebé y con una breve inclinación se alejó
corriendo. No hubo una sola palabra, ni presentaciones, ni tan siquiera un
atisbo de reconocimiento, pero aquel bebé y el muchacho sellaron su destino
para siempre.
Pasaron los
años y el bebé creció, Jun Ki, le llamaron, y se crió escuchando cómo fue
salvado de un tigre por el joven Jeonsa, como empezaron a nombrarle desde ese
momento. Las hazañas de Jeonsa no quedaron solo en ese altercado, se decía que
había logrado alcanzar corriendo a un leopardo cuando este atacó a una joven
pareja que se había fugado de casa y había conseguido hacer que los dejara en
paz con tan solo mirarlo. Otros contaban que con su mirada consiguió detener un
halcón en pleno vuelo que iba tras las crías de ardilla de unos niños. Su
leyenda fue aumentando y a los ojos de Jun Ki su salvador era casi un dios. Así
que llegó a la conclusión de que si ese ser tan especial le había elegido para
ser salvado, tal vez él estaba destinado a hacer grandes cosas. Jun Ki, desde
muy joven, demostró ser un hombre muy inteligente, hizo prosperar la aldea y en
poco tiempo se convirtió en el Jefe del poblado. Su fama se fue extendiendo a los
demás asentamientos, hasta llegar al Regente de la provincia. Poco le gustaba
que las aldeas que él no controlaba se fortalecieran independientes de sus
intereses y sus deseos. Decidió acudir a conocer a ese tal Jun Ki. Le bastó un
único encuentro para comprender el peligro que suponía que alguien así le
hiciera frente en las reuniones de los Jefes de las aldeas. Solo tenía dos
opciones: atraerle a su bando y convertirle en otro peón, o socavar su
influencia. Ninguna de las dos le pareció tarea fácil. Sus intentos de soborno
se deshicieron antes incluso de ser planteados, fue rechazado de forma tan
sutil y elegante que ni tan siquiera podía ofenderse públicamente con él. Entonces
elucubró un nuevo plan, demostrarles a todos que el Jefe de la aldea no podría
defenderles de los posibles peligros sin contar con el apoyo de su Regente.
En esos días se sucedieron en la aldea varios hechos
violentos o poco frecuentes: robos en casas, agresiones, sabotajes en las
cosechas, y todos acudían a Jun Ki. Él los tranquilizaba y les prometía que
pronto pasarían y que encontraría al culpable. Mientras tanto los hombres del
Regente envenenaban las mentes simples de los aldeanos con palabras amargas
derramadas sobre oídos confiados y prestos a creer. Se corrió la voz sobre la incapacidad
de Jun Ki de proteger a su pueblo: “puede ser muy inteligente, pero su fuerza y
su coraje no están a la altura”. Aprovechando la ocasión el Regente convocó
unos juegos de destreza en el que por ley debían participar todos los Jefes de las
aldeas. Jun Ki sabía perfectamente cuáles eran los planes del malvado señor,
pero no quería dejarle salirse con la suya. El Regente, curtido en muchas más
conspiraciones que Jun Ki, no iba a dejar nada al azar, y mandó a varios de sus
hombres para que se aseguraran de que no pudiera ser el vencedor de los juegos.
A la mañana siguiente nadie pudo ver a Jun Ki partir hacia la competición,
según dijeron había salido muy temprano en un palanquín cubierto. Pero el
Regente sabía que aquello solo era una media verdad, sus hombres le habían
informado que todo había salido según lo planeado y que esa paliza no le
permitiría realizar las pruebas. Sin embargo Jun Ki aún tenía una carta bajo su
manga.
El Regente estaba ansioso por verlo llegar, aunque
cuando se abrió el palanquín no sólo se bajó Jun Ki, sino que iba acompañado
por un hombre vestido únicamente unos finos pantalones de lino blanco y la
cinta de cuero de su carjac que le cruzaba el pecho. Jun Ki se apresuró a
presentarlo:
―Señor, este es Jeonsa, mi hermano y protector de la
aldea. Él participará en el torneo por mí.
―Me temo que no es posible, solo los Jefes de la aldea
pueden hacerlo. Si no se encuentra en condiciones puede ser dispensado ―se
relamió.
―Según el edicto que recibí, se trata de comprobar la
valía de los jefes como defensores de la aldea. En nuestro caso, mi hermano es
el defensor, siempre lo ha sido.
―Pero va contra las normas.
―Pensé que lo que se pretendía con este torneo era
comprobar la seguridad de las aldeas.
―Lo es. Pero también lo es saber si el Jefe es el
hombre correcto para protegerla.
―Si ese es el verdadero y único motivo para ser Jefe,
en este mismo momento y teniéndole a usted y a todos los demás como testigos,
cedo mi posición de Jefe a mi hermano, Jeonsa “El guerrero”.
―Esa no es una decisión que pueda tomar libremente, su
aldea debe decidir.
―¿Qué mejor manera de saber si es digno que ganando
este torneo? Ya que como dijo, es la prueba de que será un buen defensor de su
pueblo.
Ante aquella respuesta no pudo desdecirse y aceptó la
participación de Jeonsa en el torneo. Al guerrero no le fue difícil superar
todas las pruebas, contaba con la fuerza del tigre para la lucha cuerpo a
cuerpo, la velocidad del leopardo para las escaramuzas con el sable y la vista
del halcón para dar en las dianas más alejadas. Nada era comparable a su
instinto de fiera.
Tras proclamarlo vencedor y legítimo Jefe de la aldea,
Jeonsa, se arrodilló frente a su hermano y le ofreció tanto el título como la
victoria del torneo, y ante todos proclamó que el único hombre ante el que se
arrodillaría sería él y que le reconocía como Su Señor y verdadero Jefe. Se
postraba ante él en señal de respeto y devoción y se comprometía a ponerse a su
servicio y defender la aldea siempre que él fuera el Jefe. El público estalló
en vítores, ya que todos comprendieron que con aquel dúo había ganado y con
ellos al frente de sus destinos estarían a salvo.
El Regente moría de frustración e impotencia ante la
osadía de aquellos dos hombres que le habían tomado el pelo. Jun Ki, que ya no
podía disimular por más tiempo sus heridas, solicitó permiso para regresar a su
casa, el Regente sintiendo que era la última oportunidad para acabar con él se
lo concedió, mientras con un leve movimiento de cabeza le indicaba a sus
hombres lo que tenían que hacer.
La emboscada estaba preparada, pero justo cuando iban
a lanzarse al ataque, fueron atacados por un tigre, un leopardo y un halcón que
desmantelaron sus planes.
―Esos gritos. ¿Son cosa tuya? ―preguntó mientras Jeonsa
le volvía a vendar las heridas.
―Es posible.
―Vuelves a salvarme la vida, hermano. ¿Cómo debería
pagarte? Dime qué es lo que más quieres y te lo conseguiré.
Jeonsa sonrió.
―Quiero que madre vuelva a hacer su sopa de algas y me
la coloque en un cuenco de barro en aquel claro del bosque donde os encontré
por primera vez. Como hizo durante años desde aquel día.
Jun Ki se entristeció.
―Ojalá pudiera. Yo también echo de menos su sopa.
** **
Aún hoy se cuentan las hazañas de Jeonsa, “Protector
de la Aldea”, que podía domar a los animales con su mirada y adquirir su fuerza.
Aquel que la historia convirtió en leyenda.
Hasta la próxima desconexión.