martes, 15 de abril de 2014

IT


La sala de espera estaba vacía y olía a desinfectante. La limpiadora acababa de terminar su tarea, yo era el último paciente, pero un enfermero me acompañaba. Su estómago sobresalía generosamente de sus pantalones, los cuales  sujetaba con tirantes rojos. No sé por qué me recordó a los antiguos mayordomos de grandes señores, la antesala del conde.
Al fin llegó mi turno. Avancé por el frío y gris pasillo, tres puertas a la derecha, y tres a la izquierda, todo era bastante depresivo, paredes desconchadas con evidentes signos de humedad, todo gris.
Puerta número tres. Oftalmólogo, leí. Llamé a aquella puerta de madera barata, algo abombada por la parte baja, parecía que realmente tenían un problema de humedad. Todo con el mismo tono gris, monocorde, el suelo, el techo, las paredes e incluso las puertas. Ya era bastante malo ir al médico, alguien debería empezar a pensar en contratar un decorador, aunque fuera para descubrirles las distintas gamas del gris. Ya estaba divagando, debía pasar, era tarde.
Entré, pero la consulta no era como esperaba. Bueno la consulta era como todas, lo diferente era la atmósfera, el ambiente. Las luces estaban apagadas, esa gran oscuridad lastimó mis ojos enfermos. Cuando se acostumbraron, pude ver en la habitación el típico escritorio y sus dos sillas para los enfermos, pero la única luz que se proyectaba era la de un flexo que apuntaba directamente a los papeles que se agolpaban en la mesa del oculista, reinaba un caos absoluto. Unos veinte sellos se esparcían en el lado izquierdo de la mesa. Varios talonarios de recetas, algo que me sorprendió porque ahora todo va con receta electrónica, y montañas de papeles que supuse eran informes de pacientes anteriores. Detrás del especialista, una ventana cerrada con las persianas bajadas.
Su voz sonó por primera vez, era tan aflautada que pensé que era una doctora. Me fijé mejor en el ser que tenía en frente para descubrí que era la persona más extraña que había visto. Tenía el pelo largo y gris, a juego con todo lo demás, y acababa en mechones puntiagudos cual dibujo manga, ningún peluquero sería capaz de conseguir ese peinado. Su estructura ósea era, como poco, particular, de hombro a hombro no habría más de treinta centímetros, la palabra enjuto era demasiado generosa para describirlo o describirla. Sus dientes con tonos amarillos y afilados, sus manos y cara dejando traslucir sus huesos, y esa blusa estampada, completaban la apariencia de aquel extravagante doctor, doctora, o lo que fuera.
Empezó a remover los papeles que le hablaban de mí:
—Perdone —dije sin especificar, ya que decirle doctor habría sido jugárselo todo a una carta, así que preferí usar simplemente el usted —vine por una inflamación en mi ojo.
—¡Ah! ¿Sí? A ver —Tuvo que apuntarme a la cara con el maldito flexo —¡Ah, es un chalazión! Es una glándula del párpado que se inflama —Me dijo con aquella extraña voz. Acercó su dedo, delgado como una cerilla, a mi ojo  y presionó ligeramente.
—Sí. Vaya, esto habría que operarlo.
—¿Perdón, cómo que operarlo?
—Sí. Sangra bastante, así que tendré que ponerle un anillo en el ojo que haga presión para después sacarlo— Ya me veía como un dibujo animado, con mi globo ocular engordando hasta hacerse del tamaño de un huevo cocido.
Miré a la cara del… oculista y podía verlo relamerse los colmillos con la imagen de mi sangre. Si existiera un Conde Drácula debía ser igualito a él o a ella o a lo que fuera, en ese momento.
Sólo pude decir:
—¿Usted, aquí, con esta luz? —creo que percibió mi pánico por el tembleque de mi voz.
Me miró con sus extraños ojos, abrió el cajón de la izquierda y colocó sobre la mesa una jeringuilla que me pareció enorme, monstruosa. La luz del flexo se reflejaba sobre la aguja y parecía centellear burlona, ante mi miedo.
—¿Ahora?
—No, la operación tendría que ser en el hospital. Pero hay otra solución. Duele un poco—vi como su colmillo se alargaba, o tal vez lo imaginé —Se trata de inyectar directamente el medicamento en el ojo, pero puede reaparecer a los dos meses o así. Eso sí podemos hacerlo ahora.
—¿Usted, aquí, con esta luz? —Sonrió como uno de esos demonios de los cuentos infantiles y sus pulseras de oro resonaron contra el escritorio.
—Sería lo mejor.
—¿Y una pomadita?
Parecía completamente decepcionado o decepcionada, lo que fuera. Abrió el cajón de la derecha y sacó un tubito de unos tres centímetros.
—Por probar. Daño no le hará, sino en seis meses debe volver.
Me levanté arrastrando la silla y le di las gracias sin sentirme capaz de darle la espalda. Caminé hasta chocar contra la puerta, en un segundo estaba de vuelta al pasillo gris. Mis ojos tuvieron que acostumbrarse a la normalidad, y también a la luz. Recorrí el desvencijado pasillo con la sensación de haber escapado por los pelos, no sabía bien de qué o de quién. El enfermero me sonrió.
—¿Todo bien?
—El docto… el oculista me dio una pomada.
—¡Oh! Que bien. Espero que se mejore— Se giró para irse y de su mano cayó una canica que rodó por el deprimente suelo, deslizándose hasta una fila de asientos. Amablemente me ofrecí a recogerla. Me agaché, la cogí, iba a devolvérsela cuando me di cuenta que no era una canica. Se me escurrió de entre los dedos y salí corriendo, el ojo rodó hasta la zapatilla de goma del enfermero, mientras yo corría hacia la salida de emergencia. Sus escaleras también son grises.


¡ Hasta la próxima desconexión!

miércoles, 2 de abril de 2014

TRAVESURA


“No puede ser. Si apenas hace dos horas que estuve con ella y estaba bien”.
Era lo único que cruzaba por su cabeza mientras conducía a toda velocidad por la avenida principal de la ciudad. Era una mañana de septiembre y llovía sin compasión. Los limpiaparabrisas se balanceaban sin descanso, y él seguía pisando el acelerador, hasta incrustarlo en el suelo del coche.
“Es que no puede ser, justo hoy. No me separé de ella en dos semanas, siempre junto a su cama, cada noche, durmiendo en ese incómodo sillón, y hoy, ahora, que acabo de regresar a la fábrica, me llaman. No me lo puedo creer”.
No tardó más de veinte minutos en llegar a su destino. Buscó aparcamiento, pero no sólo el clima, también parecía que el universo estaba conjurando contra él. Tuvo que aparcar muy lejos de la entrada principal, con esa lluvia torrencial, sin paraguas, un hábito que no había perdido ni con el paso de los años, y encima la parte nueva del aparcamiento aún no estaba asfaltada. El barro le llegaba a la mitad de las botas del uniforme y el agua empapaba su mono azul. Ni tan siquiera pudo cambiarse, de hecho no quiso hacerlo porque eso lo retrasaría, y simplemente salió corriendo al recibir la noticia. Al cruzar la puerta entrada su pelo negro pegado a la frente le daba aspecto de ratón de biblioteca, pero no le hizo caso, hacía días que no se había mirado en ningún espejo.
Llegó al ascensor, pulsó el botón.
─Cuarta planta… Cuarta planta. ¡Dios, qué lento! ─rezongaba pasando su peso de un pie a otro esperando que las puertas se abrieran. No pudo hacerlo.
Decidió subir por las escaleras. Atravesó la puerta lateral justo en el momento en que las puertas del ascensor se abrían. No llegó a verlo. Casi sin aliento y con el mono de trabajo pegado a la piel llegó a la habitación 409. Entró pero en la cama no había nadie, parecía que hacía más frío de lo habitual. Su ropa seguía allí, sobre la cama. Dio media vuelta y salió. Encontró a una enfermera haciendo la ronda y le preguntó dónde se habían llevado a su mujer:
─Primera planta, allí acaban todas. Creo que hace poco se la llevaron. ¿No se la ha cruzado en el ascen…?
No llegó a escuchar la frase completa, porque corría de nuevo hacia las escaleras, descartando el ascensor, que en ese momento le parecía un invento estúpido y lento. Bajó los peldaños de tres en tres y llegó a la primera planta. Cuando iba a preguntar a quién fuera la vio. Estaba en una silla de ruedas, acompañada por una enfermera, con su bata rosa. No notó su presencia, estaba absorta mirando hacia el cristal. No supo que estaba a su lado hasta que posó una mano sobre su hombro. Ella lo miró sorprendida.
─Te lo has perdido─ le dijo.
Miró de nuevo al cristal sonriendo. Él siguió su mirada y allí estaba. Había tres pequeños bultos que se movían despacio. Dos azules y uno rosa. Ésa era la suya. Con su cara redonda y sus ojos cerrados, y aunque su piel tenía unos puntitos rojos era preciosa.
─No se lo digas a ella.
─Pienso quejarme de que te perdiste su nacimiento desde el mismo momento en que la coja en brazos. Y ahora somos dos contra uno─ Y le sonrió.
Volvió a mirar a su pequeña.
─¿Cómo ha podido nacer justo cuando me he ido? Iba a volver en unas horas. Se ha retrasado dos semanas y justo cuando tengo que irme…
Entonces, la pequeña asomó a sus finos labios la punta de su delgada lengua, gesto heredado de su progenitor, y pareció que se burlaba de él.

­─Ha salido un poco traviesa.

Hasta la próxima desconexión.