lunes, 3 de noviembre de 2014

EL NACIMIENTO DE UNA MACHI



─Luis, lleva meses así, no podemos esperar más.
─¡¿No hablarás en serio?!
─Sigue perdiendo peso, tiene fiebre cada día y ¡casi no es capaz de salir de la cama!
─Pero son supersticiones, te fuiste para escapar de todo eso, no puedo creer que ahora quieras llevarla allí.
─Los médicos no saben qué es. Tú no conoces el poder de las creencias de mi pueblo.
─Ella no lo entenderá, Millaray, yo no lo entiendo.
****
─Ayelen, es hora de embarcar.
─Mamá, ¿cuánto tardaremos en llegar a Temuco?
─Unas ocho horas, puedes descansar en el avión, ¿estás bien?
─Me siento mejor, ¿pero cuándo vas a decirme para qué vamos allí?
─Cuando lleguemos lo sabrás.
****
Ayelen estaba decidida, sólo lleva allí tres días pero parecía que hubieran sido años.

El primer día, cuando llegaron a Temuco, nadie las recogió en el aeropuerto y tampoco fueron a un hotel; su madre le dijo que iban directamente a la comunidad. Agotada como estaba por el viaje y con fiebre, no puso demasiada atención a sus palabras.
La comunidad resultó ser un gran poblado mapuche; era extraño y familiar al mismo tiempo; las ropas, los adornos, las tiras de colores, las danzas, inclusos esas plantas con forma de lanza y grandes flores circulares, las Mutisia. Todo parecía sacado de un antiguo sueño que no lograba recordar. Pero lo que le fascinó fue la Machi. Aquella mujer arrugada y morena que irradiaba energía, aquella mapuche que danzaba en círculo con sus ropas al viento, mientas hablaba una lengua que jamás había escuchado, a la que llamaban “mapudungun”. Tan absorta estaba en aquellos movimientos que olvidó su fiebre y sin darse cuenta sacó su móvil para grabar aquel ritual. Cuando iba a hacerlo, dos hombres, uno mayor y otro joven, altos y fuertes se colocaron delante, tapando su campo de visión. El joven mapuche, llamado Leftraru, le agarró la muñeca y sintió la energía pasar a través de su mano. El otro hombre, que resultó ser el Lonko de la comunidad, le dijo, con un acento que le recordaba a su madre:
─No lo hagas. Dañarás a la Machi. Está prohibido ─ella asintió y Leftraru la soltó; la energía desapareció.
La Machi terminó la ceremonia, abandonó el rahue y se dirigió hacía ella, directamente, sin apartar la mirada. Ayelen dio un paso atrás pero su madre se había colocado detrás y la retuvo.
─No la temas ─le dijo al oído.
La Machi se acercó y saludó en mapudungun, su madre le contestó en la misma lengua.
─Ayelen, ella es Quinturay, la Machi de la comunidad. Una Machi es una consejera espiritual –le aclaró.
─Entre otras cosas –señaló ésta.─ ¿Por qué has vuelto, Millaray? Te fuiste diciendo que jamás regresarías.
─Sabes el porqué, lo has visto. El espíritu,… lo ha recibido.
─Es cierto, puedo verlo.
─Haz que se vaya─ le suplicó Millaray.
─Sabes que es imposible. Él nos elige, y debe ocupar su lugar.
─Ella no sabe nada de todo esto. No conoce la lengua de los espíritus, ni los ritos, ni… ¡nada!─ terminó desesperada.─ Es mi niña, no puedo perderla.
─Y aun así la has traído. Sabes que no hay vuelta atrás. Es su lugar ─miró a la chica─ y le dijo: Ayelen, ven conmigo.─ Ésta miró a su madre, titubeó, pero al final caminó junto a la anciana. Estar con ella hacía que su dolor menguara, su interior alborotado desde hace tanto tiempo parecía en paz ahora.
─Leftraru –llamó la anciana ─trae a Rahiue, deben conocerse ─el joven mapuche asintió y desapareció, no sin antes mirar durante un segundo más de lo necesario a la chica nueva.
─¿Quién es Rahiue? ─preguntó Ayelen.
─Otra futura Machi.
─¿Otra?
─Ayelen, recibiste el espíritu, debes aprender sobre tu pueblo para ocupar mi lugar cuando llegue el momento.
─¡¿Qué?!
─Sé que es difícil, sé que asusta y sé que te falta mucho, o mejor dicho, todo, por saber, pero tu corazón es puro y el espíritu no se equivoca. Deberás renunciar a muchas cosas.─Hizo una pausa.– No regresarás a casa.
─¡¿No lo dirás en serio?! Tengo exámenes, mis amigos están allí.
─Tu pueblo está aquí, debes cuidar de él.
─Éste no es mi pueblo.
─Está bien. Dame tres días, si después de tres días quieres irte, te dejaré hacerlo.
─¿Tres días? –la anciana asintió –Está bien.
Rahiue, aprendiz de la Machi, entró a la ruca donde esperaban Quinturay  y Ayelen, parecían tener más o menos la misma edad, ojos negros como el café a juego con su larga melena, recogida en una cola baja. Llevaba un traje parecido al de la hechicera: el chamal negro que dejaba descubierto el hombro izquierdo, el trarihue rojo atado a su cintura, el iculla negro sujeto a los hombros y el munulongo en la cabeza, del mismo rojo que la faja. Cuando las presentaron Rahiue sintió curiosidad por la chica de pelo castaño y ojos claros; ella destacaba, pero aun así no la sentía como una extraña, Ayelen incluso creyó percibir un cierto reconocimiento en su mirada.
Ese había sido su primer día, el siguiente fue aún más desconcertante. Acompañó a Quinturay y Rahiue, en sus estudios del mapudungun, de las plantas, de los ritos de sanación…
─Hoy es la ceremonia del nguillatún, pedimos al Pillán que nos traiga lluvias y buenas cosechas, entre otras cosas –le aclaró Rahiue. –Hoy Leftraru danzará para los dioses.
El joven mapuche danzaba simulando ser un ave, mientras el resto de los hombres lo acompañaban con instrumentos afilados y de madera. Todo era mágico y extraño, pero lo raro es que no se sentía fuera de lugar.
─Ayelen, alguien de la comunidad está enfermo, Quinturay va a sanarlo y quiere que estemos allí─ le indicó Raihue.
En la ruca, la machi danzaba alrededor del enfermo, había hojas de canelo encendidas mientras realizaba los cánticos; después sacó un cuchillo y fingió clavárselo al enfermo y “hurgar”  en su interior. Ayelen distinguía más allá de las alucinaciones que provocaba el humo proveniente de las hojas, y vio salir el mal del cuerpo del enfermo que se enfrentó cara a cara a Quinturay pero ella no retrocedió, mantuvo sus cánticos y su espíritu brillaba en la habitación, fue ahí cuando ese mal miró a Ayelen; la reconoció, sonrió y avanzó hacia ella, pero la Machi lo retuvo y lo obligó a retroceder hasta que el brillo de su espíritu lo desintegró invadido por la luz.
Ayelen no podía moverse, nadie había visto lo que ella; nadie salvo Quinturay.
Cuando la noche cayó sobre la comunidad, la Machi fue a verla.
─¿Qué has decidido?
─“Él” me ha mirado.
─Sí.
─Sabe quién soy.
─Sabe qué eres –indicó la anciana.
─¿Vendrá a buscarme?
─Sí.
─¿Qué puedo hacer?
─Fortalecer tu espíritu en lugar de combatirlo.
─¿Podré sanar como has hecho tú hoy?
─Con el tiempo y la preparación, sí.
─Necesitaré mucha ayuda, mi madre ¿estará conmigo?
─Sólo yo estaré contigo.
─¿Qué es lo primero que debo aprender?

─Tal vez…, que Ayelen en mapudungun significa “la que da alegría”.

Con todo el cariño y respeto a la comunidad MAPUCHE de  Temuco, y en especial a Millaray que tuvo la paciencia de contarme cosas de esta poderosa y antigua cultura.

¡Hasta la próxima desconexión!

martes, 21 de octubre de 2014

EL LIBRO DE LAS MENTIRAS



-Mariano, ¿has hecho los deberes? -el pequeño miró hacia la puerta mientras acercaba la libreta y escondía el tebeo.
-¡Estoy en ello, mamá! En cinco minutos los acabo.
-Muy bien, date prisa porque vamos a cenar.
Esa fue su primera mentira. Lo recordaba  ya que fue la más difícil; se le aceleró el corazón en un segundo, nunca antes, en sus diez años de vida, le había mentido a nadie. Podía haberle dicho a su madre que no los había hecho porque su amigo consiguió el tebeo que tanto quería y se le había pasado el tiempo sin darse cuenta; pero prefirió evitar la regañina y disimular su despiste. Así que mintió. Al día siguiente su profesor le obligó a copiar cien veces que debía hacer los deberes.
Si escribía sus malas acciones, sus mentiras quedarían perdonadas, así había sucedido con los deberes. Fue esa idea lo que dio lugar a lo que llamaría "El libro de las mentiras".

Mentira nº 1: Ayer mentí a mamá y le dije que había hecho los deberes.

Cerró el libro y se sintió mucho más aliviado.
Con el paso de los años no había perdido la costumbre de anotar sus faltas, pero, ya no lo hacía por la misma creencia, sino que se había convertido en un hábito, como un diario de maldades.

Mentira 3.010: Hoy le dije a Teresa que no había estado con Blanca después de que ella se fuera, y la llamé celosa y desconfiada. Menos mal que Blanca me avisó antes.

Tras llegar a la universidad no podía contar, no el número de mentiras, sino los tomos que tenía aquella extraña obra literaria. Decidió cambiar el sistema de anotaciones y solo fecharlas, ver el número le hacía sentir incómodo. La mentira se había convertido en su principal herramienta; ya no era algo sobre lo que pedir perdón, sino un mecanismo que perfeccionar y aprovechar para solucionar todo tipo de problemas, desde una falta de asistencia, a una infidelidad, pasando por algún hurto de poca monta.

Mentira de 26 de septiembre de 1979: Hoy copié en mi examen de las oposiciones a registrador. Pero creyeron que fue el chico que se sentaba a mi lado, lo han expulsado. Una lástima, después no he podido seguir copiando, espero aprobar.

Mentira de 15 de enero de 2005: Mentí a mi hijo. Le dije que su madre y yo lo habíamos buscado y estábamos muy contentos cuando nos enteramos de que venía. No pude decirle que nos pilló de sorpresa, ni hablarle de la boda forzada, ni de que sin él no hubiera habido boda.

Mentira de 21 de diciembre de 2011: Hoy juré la Constitución y prometí servir a mi pueblo. No pretendía que fuera una mentira, pero sé que debo anotarlo aquí y al menos ser sincero conmigo mismo. Sé que en cuanto entre a mi despacho mañana, lo será y seguirá siéndolo cada día. No habrá papel para tanta falacia.

Mentira de 2 de abril de 2013: No me atreví a dar la cara. Hice una comparecencia por videoconferencia. Las mentiras empiezan a acabar con todo lo que construí, nadie se fía de mí. Nadie me cree, ni siquiera yo.
Mentira de 31 de agosto de 2014: Volví a mentir a todos los españoles. Debo hacerlo, es lo que el partido me dice. Además no quiero quedar como un inútil. "Hay brotes verdes" Jamás una de mis mentiras fue tan estúpida. Y por si fuera poco ahora me han convertido en un mal mentiroso. Se supone que mentía para que no me atraparan, no para quedar como un inepto. Esto se va a acabar.

Mentira 12 de octubre de 2014: Hoy dije que mis colegas europeos me apoyan, que lo estamos haciendo bien. He acabado increpado y recibiendo los lanzamientos de guantes de plástico de los sanitarios en el hospital.

-Mariano, ¿estás bien?
-Sí, no te preocupes. ¿Cómo están los chicos?
-Tristes y preocupados. Sus compañeros los tratan... ¿No podrías salir  y decir que os equivocasteis? Calmar los ánimos, ¿cesar a alguien?
-Eso supondría decir la verdad.
-¿Y?
-Hace mucho que no lo hago, desde que era niño, y no hice los deberes...
-¿De qué hablas? No entiendo nada de lo que dices.

-Digo,... que ya no sé cómo hacerlo.

¡Hasta la próxima desconexión!

lunes, 6 de octubre de 2014

EN BLANCO Y NEGRO



Estaba sucediendo de nuevo. No lograba acostumbrarse a ese espeluznante dolor. El ojo izquierdo volvía a picarle, pero sabía que rascarlo no marcaría ninguna diferencia. La hinchazón vendría más tarde y por último la visión borrosa, ya lo sentía latir.
Le ocurría desde que era niño, siempre igual. Al principio pensó que se estaba volviendo loco, luego tuvo la certeza de que se volvería loco. Al final deseó estarlo.
La primera “visión”, como las llamaba, fue a los diez años y le dejó muy claro a qué se debía aquel dolor. Estaba en la terraza de un bar comiendo con sus padres cuando el picor comenzó. Los síntomas siempre fueron los mismos, en todos estos años no habían variado, era lo único que le daba algo de estabilidad a todo aquello. A la escena que se desarrolló frente a él le habían robado los colores, como a esas películas que tanto le gustaban a su abuelo. Por lo demás todo parecía normal, cotidiano.
Vio cómo aquel niño pateó al perro callejero hacia la calzada y tras un breve quejido el coche pasó por encima de su enclenque cuerpo. Ya no volvió a gemir, sus ojos quedaron mirando al infinito para no volver. Enmudeció ante tal crueldad. Sin saber por qué el dolor del ojo remitió y el color retornó. Parpadeó y el perro no estaba allí. Seguía en la acera, moviendo la cola ante aquel niño; feliz de recibir su atención. Pocos minutos después, cuando ya no quedaba rastro de esa extraña visión, la escena, ahora a todo color, sucedió ante sus prevenidos ojos, paso a paso, tal como ya lo había visto.
Tras el atropello, los ojos del perro no miraban al infinito sino a él, con una mirada acusadora y triste, que le reclamaba que no hubiera evitado aquel destino. Esos ojos le persiguieron en sueños durante mucho tiempo, pero ahora estaban enterrados bajo cientos de recuerdos parecidos, escenas macabras que empequeñecían aquel antiguo suceso. Algunos ocurrían nada más despertar, otros sucedían horas más tarde, pero todas las visiones se cumplían a menos que él tomara parte.
Odiaba aquella maldición, le había costado palizas en el colegio, tratamiento psiquiátrico con esas pastillas que le quemaban la sangre, y alguna que otra relación.
Cada vez que había intentado evitar alguna de esas escenas acababa en el hospital, una fuerza extraña se cobraba sobre su cuerpo la maldad que había evitado; a veces en forma de accidentes, robos con violencia, asaltos… pero nunca nada tan grave como para matarlo. Parecía que esa “maldad” disfrutaba de su particular espectador y no quería perderlo.
Tanto pasó que decidió ignorar las visiones, y a duras penas había sobrevivido. Escuchaba música cuya letra no entendía, la televisión solo sintonizaba los canales infantiles y no leía otra cosa que no fuera literatura juvenil; desconectar de la realidad era lo único que lo aliviaba.
Pero aquella vez fue diferente. Ya entrada la noche, mientras hablaba con el último cliente del día, en la tienda de herramientas en la que trabajaba desde hace un año, el dolor renació. Todas sus alarmas internas se encendieron, intentó preparar la mente para lo que se avecinaba, nunca era agradable, pero aquella vez fue la peor.
En blanco y negro, cuando sus ojos se fijaron en el hombre que había en la acera de enfrente, su estómago se contrajo:
La agarró por el pelo antes de que pudiera abrir la puerta del coche y le tapó la boca con un trapo mientras le susurraba que no se resistiera. Ella se derrumbó en sus brazos. Él abrió la puerta del coche y la recostó en el asiento de atrás, luego condujo hasta un lugar apartado, parecía un almacén- todo transcurría como en una película, como siempre, y esa vez, conociendo los horrores que podía cometer el ser humano, no quería verlo-. Aquel hombre la sacó del coche, entró en el almacén y la tumbó en una colchoneta sucia y desgastada- quería cerrar los ojos, pero aquello no impediría que las tortuosas imágenes se formaran en su cabeza-. Tras dejarla desnuda vació en su cuerpo inmóvil toda su ansia y asco- poco le importaba que ella no se moviera- sus acometidas se hacían más fuertes mientras llegaba al orgasmo. Se derrumbó sobre ella y le lamió la cara hasta que no quedó un solo resquicio de piel. Se levantó y se subió los pantalones- supo que aquello no había acabado- Se acercó a una mesa del almacén y allí estaba la sierra último modelo- él vendía esa marca, podía haber sido él quien se la hubiera vendido, jamás recordaba la cara de un cliente. Apoyó la sierra contra una de las piernas de la chica y la encendió- incluso en blanco y negro- la sangre salpicaba todo salvajemente, la colchoneta, la ropa y el cuerpo de aquella bestia- y su mente atrapada en aquel lugar-. Ella se despertó gritando como jamás había oído gritar a un ser humano, pero sólo duró unos segundos, porque tras aquel grito su cuerpo decidió que no podía soportarlo más y volvió a rendirse. Él parecía decepcionado por su desmayo, por lo que sujetó sus ojos con cinta adhesiva, para que pudiera verle, y troceó su cuerpo, con ese rictus dolido, como un trámite molesto que quería acabar pronto. Tras meter las partes en distintas bolsas de plástico los colores fueron retornando poco a poco- pero la forzada mirada de ella seguía fija en su cabeza.

Al volver a la realidad solo habían pasado unos segundos, pero para él fueron horas de tormento. Aún podía ver a aquel hombre en la acera, esperando. Cuando aquella aberración humana se movió, su cuerpo, por reflejo, también lo hizo; se levantó y dejó allí al cliente. Pero no fue hacia la puerta, ni se planteó enfrentarle, sino que cruzó la tienda en dirección al baño. Allí se encerró. Miró su rostro reflejado en el espejo y sacando el bolígrafo de empresa del bolsillo de la camisa, se lo clavó en el ojo izquierdo hasta que perdió el conocimiento, rezando para que aquello lo matara o al menos acabara con su mal.
**
En la ambulancia, cuando abrió su único ojo, el rostro de la enfermera que le preguntó cómo se encontraba era el de la mujer que debía ser descuartizada. Aquella vez el precio a pagar por su intervención había sido realmente alto.

Cuando iba a contestar notó el consabido picor allí donde ahora, sólo había un hueco.

¡Hasta la próxima desconexión!

martes, 15 de abril de 2014

IT


La sala de espera estaba vacía y olía a desinfectante. La limpiadora acababa de terminar su tarea, yo era el último paciente, pero un enfermero me acompañaba. Su estómago sobresalía generosamente de sus pantalones, los cuales  sujetaba con tirantes rojos. No sé por qué me recordó a los antiguos mayordomos de grandes señores, la antesala del conde.
Al fin llegó mi turno. Avancé por el frío y gris pasillo, tres puertas a la derecha, y tres a la izquierda, todo era bastante depresivo, paredes desconchadas con evidentes signos de humedad, todo gris.
Puerta número tres. Oftalmólogo, leí. Llamé a aquella puerta de madera barata, algo abombada por la parte baja, parecía que realmente tenían un problema de humedad. Todo con el mismo tono gris, monocorde, el suelo, el techo, las paredes e incluso las puertas. Ya era bastante malo ir al médico, alguien debería empezar a pensar en contratar un decorador, aunque fuera para descubrirles las distintas gamas del gris. Ya estaba divagando, debía pasar, era tarde.
Entré, pero la consulta no era como esperaba. Bueno la consulta era como todas, lo diferente era la atmósfera, el ambiente. Las luces estaban apagadas, esa gran oscuridad lastimó mis ojos enfermos. Cuando se acostumbraron, pude ver en la habitación el típico escritorio y sus dos sillas para los enfermos, pero la única luz que se proyectaba era la de un flexo que apuntaba directamente a los papeles que se agolpaban en la mesa del oculista, reinaba un caos absoluto. Unos veinte sellos se esparcían en el lado izquierdo de la mesa. Varios talonarios de recetas, algo que me sorprendió porque ahora todo va con receta electrónica, y montañas de papeles que supuse eran informes de pacientes anteriores. Detrás del especialista, una ventana cerrada con las persianas bajadas.
Su voz sonó por primera vez, era tan aflautada que pensé que era una doctora. Me fijé mejor en el ser que tenía en frente para descubrí que era la persona más extraña que había visto. Tenía el pelo largo y gris, a juego con todo lo demás, y acababa en mechones puntiagudos cual dibujo manga, ningún peluquero sería capaz de conseguir ese peinado. Su estructura ósea era, como poco, particular, de hombro a hombro no habría más de treinta centímetros, la palabra enjuto era demasiado generosa para describirlo o describirla. Sus dientes con tonos amarillos y afilados, sus manos y cara dejando traslucir sus huesos, y esa blusa estampada, completaban la apariencia de aquel extravagante doctor, doctora, o lo que fuera.
Empezó a remover los papeles que le hablaban de mí:
—Perdone —dije sin especificar, ya que decirle doctor habría sido jugárselo todo a una carta, así que preferí usar simplemente el usted —vine por una inflamación en mi ojo.
—¡Ah! ¿Sí? A ver —Tuvo que apuntarme a la cara con el maldito flexo —¡Ah, es un chalazión! Es una glándula del párpado que se inflama —Me dijo con aquella extraña voz. Acercó su dedo, delgado como una cerilla, a mi ojo  y presionó ligeramente.
—Sí. Vaya, esto habría que operarlo.
—¿Perdón, cómo que operarlo?
—Sí. Sangra bastante, así que tendré que ponerle un anillo en el ojo que haga presión para después sacarlo— Ya me veía como un dibujo animado, con mi globo ocular engordando hasta hacerse del tamaño de un huevo cocido.
Miré a la cara del… oculista y podía verlo relamerse los colmillos con la imagen de mi sangre. Si existiera un Conde Drácula debía ser igualito a él o a ella o a lo que fuera, en ese momento.
Sólo pude decir:
—¿Usted, aquí, con esta luz? —creo que percibió mi pánico por el tembleque de mi voz.
Me miró con sus extraños ojos, abrió el cajón de la izquierda y colocó sobre la mesa una jeringuilla que me pareció enorme, monstruosa. La luz del flexo se reflejaba sobre la aguja y parecía centellear burlona, ante mi miedo.
—¿Ahora?
—No, la operación tendría que ser en el hospital. Pero hay otra solución. Duele un poco—vi como su colmillo se alargaba, o tal vez lo imaginé —Se trata de inyectar directamente el medicamento en el ojo, pero puede reaparecer a los dos meses o así. Eso sí podemos hacerlo ahora.
—¿Usted, aquí, con esta luz? —Sonrió como uno de esos demonios de los cuentos infantiles y sus pulseras de oro resonaron contra el escritorio.
—Sería lo mejor.
—¿Y una pomadita?
Parecía completamente decepcionado o decepcionada, lo que fuera. Abrió el cajón de la derecha y sacó un tubito de unos tres centímetros.
—Por probar. Daño no le hará, sino en seis meses debe volver.
Me levanté arrastrando la silla y le di las gracias sin sentirme capaz de darle la espalda. Caminé hasta chocar contra la puerta, en un segundo estaba de vuelta al pasillo gris. Mis ojos tuvieron que acostumbrarse a la normalidad, y también a la luz. Recorrí el desvencijado pasillo con la sensación de haber escapado por los pelos, no sabía bien de qué o de quién. El enfermero me sonrió.
—¿Todo bien?
—El docto… el oculista me dio una pomada.
—¡Oh! Que bien. Espero que se mejore— Se giró para irse y de su mano cayó una canica que rodó por el deprimente suelo, deslizándose hasta una fila de asientos. Amablemente me ofrecí a recogerla. Me agaché, la cogí, iba a devolvérsela cuando me di cuenta que no era una canica. Se me escurrió de entre los dedos y salí corriendo, el ojo rodó hasta la zapatilla de goma del enfermero, mientras yo corría hacia la salida de emergencia. Sus escaleras también son grises.


¡ Hasta la próxima desconexión!

miércoles, 2 de abril de 2014

TRAVESURA


“No puede ser. Si apenas hace dos horas que estuve con ella y estaba bien”.
Era lo único que cruzaba por su cabeza mientras conducía a toda velocidad por la avenida principal de la ciudad. Era una mañana de septiembre y llovía sin compasión. Los limpiaparabrisas se balanceaban sin descanso, y él seguía pisando el acelerador, hasta incrustarlo en el suelo del coche.
“Es que no puede ser, justo hoy. No me separé de ella en dos semanas, siempre junto a su cama, cada noche, durmiendo en ese incómodo sillón, y hoy, ahora, que acabo de regresar a la fábrica, me llaman. No me lo puedo creer”.
No tardó más de veinte minutos en llegar a su destino. Buscó aparcamiento, pero no sólo el clima, también parecía que el universo estaba conjurando contra él. Tuvo que aparcar muy lejos de la entrada principal, con esa lluvia torrencial, sin paraguas, un hábito que no había perdido ni con el paso de los años, y encima la parte nueva del aparcamiento aún no estaba asfaltada. El barro le llegaba a la mitad de las botas del uniforme y el agua empapaba su mono azul. Ni tan siquiera pudo cambiarse, de hecho no quiso hacerlo porque eso lo retrasaría, y simplemente salió corriendo al recibir la noticia. Al cruzar la puerta entrada su pelo negro pegado a la frente le daba aspecto de ratón de biblioteca, pero no le hizo caso, hacía días que no se había mirado en ningún espejo.
Llegó al ascensor, pulsó el botón.
─Cuarta planta… Cuarta planta. ¡Dios, qué lento! ─rezongaba pasando su peso de un pie a otro esperando que las puertas se abrieran. No pudo hacerlo.
Decidió subir por las escaleras. Atravesó la puerta lateral justo en el momento en que las puertas del ascensor se abrían. No llegó a verlo. Casi sin aliento y con el mono de trabajo pegado a la piel llegó a la habitación 409. Entró pero en la cama no había nadie, parecía que hacía más frío de lo habitual. Su ropa seguía allí, sobre la cama. Dio media vuelta y salió. Encontró a una enfermera haciendo la ronda y le preguntó dónde se habían llevado a su mujer:
─Primera planta, allí acaban todas. Creo que hace poco se la llevaron. ¿No se la ha cruzado en el ascen…?
No llegó a escuchar la frase completa, porque corría de nuevo hacia las escaleras, descartando el ascensor, que en ese momento le parecía un invento estúpido y lento. Bajó los peldaños de tres en tres y llegó a la primera planta. Cuando iba a preguntar a quién fuera la vio. Estaba en una silla de ruedas, acompañada por una enfermera, con su bata rosa. No notó su presencia, estaba absorta mirando hacia el cristal. No supo que estaba a su lado hasta que posó una mano sobre su hombro. Ella lo miró sorprendida.
─Te lo has perdido─ le dijo.
Miró de nuevo al cristal sonriendo. Él siguió su mirada y allí estaba. Había tres pequeños bultos que se movían despacio. Dos azules y uno rosa. Ésa era la suya. Con su cara redonda y sus ojos cerrados, y aunque su piel tenía unos puntitos rojos era preciosa.
─No se lo digas a ella.
─Pienso quejarme de que te perdiste su nacimiento desde el mismo momento en que la coja en brazos. Y ahora somos dos contra uno─ Y le sonrió.
Volvió a mirar a su pequeña.
─¿Cómo ha podido nacer justo cuando me he ido? Iba a volver en unas horas. Se ha retrasado dos semanas y justo cuando tengo que irme…
Entonces, la pequeña asomó a sus finos labios la punta de su delgada lengua, gesto heredado de su progenitor, y pareció que se burlaba de él.

­─Ha salido un poco traviesa.

Hasta la próxima desconexión.

lunes, 24 de febrero de 2014

LOS HOMBRES NO LLORAN


Cuéntenos cómo pasó.
Pues verá. Hoy era el ensayo general de la obra. Se trata de un espectáculo nuevo. Yo soy aficionado a la danza moderna, ¿sabe? Bueno, sólo soy un hombre de la limpieza de un teatro de segunda, pero si trabajas en esto, se pueden ver muy buenos espectáculos y además gratis.
Por favor, vaya al grano.
Sí, claro. Lo que le decía, que era el ensayo general. El bailarín principal era nuevo, nunca antes lo había visto o había leído sobre él, y cuando estaba limpiando el baño escuché que iba a debutar mañana. Tenía mucha curiosidad, así que me colé en el ensayo con la excusa de limpiar y dejar todo ultimado.
>>El director es un poco paranoico con eso de la piratería y no quiere que vean su obra antes de que se estrene, pero nadie hace caso a los que limpiamos la sala. Además llevaba puestos mis auriculares, y supongo que pensó que no me interesaba y no habría problemas con su “gran obra”. Por supuesto yo no llevaba el ipod encendido.
¿Qué pasó después?
Con el ensayo ya empezado la puerta de atrás se abrió y entró un señor. Pelo blanco, delgado, bien vestido, con aspecto de rico, que llevaba un bastón, pero no cojeaba, que yo viera. No parecía del tipo que frecuentara esos ambientes. Iba a decirle que tenía que irse, pero creí que sería mejor pasar desapercibido si quería ver el ensayo, y además si había podido entrar después de las instrucciones del director, podría ser alguien importante, así que lo dejé pasar.
>>El ensayo continuaba. Un espectáculo muy bueno. En serio, al menos la parte que vi. La verdad es que el protagonista sabía lo que hacía. Era ágil, flexible, poseía armonía. Ya le dije que entiendo un poco de danza, ¿no?
Sí, sí. ¿Qué más?
Había un momento fantástico en la danza en el que el protagonista se dejaba caer en una silla y lloraba. Sus puños golpeaban despacio, una mesa de madera sobre el escenario, simulando las lágrimas caer, ya sabe.
>>Sí, si no me mire así, voy al grano. Yo estaba totalmente ensimismado con el baile hasta que el señor “con pinta de rico” se levantó y como un loco empezó a gritar: ¡Pará! ¡Pará! ¡Ya basta!
>>El director estaba muy enfadado. Se acercó a grandes zancadas al señor y le gritó: ¡¿Qué cree que está haciendo?! ¡¿A esto ha venido?! ¡¿Quién se cree que es?! ¡Váyase ahora mismo de mi ensayo! Esas cosas.
>>El “rico” sin decir nada le dio tal puñetazo que el director cayó de espaldas. Yo estaba muy sorprendido, como si mis pies estuvieran pegados al suelo, pero fue porque había pisado un chicle.
>>Bueno, la cosa es que el bailarín bajó del escenario mientras decía: ¡¿Padre, que hacés acá, estás loco?! En ese momento me di cuenta que ambos tenían acento de Argentina o de Uruguay, ya sabe, hablan todos igual. Bueno a lo que iba, el ensayo no podía seguir con el director sangrando y una pelea familiar de por medio. Así que los demás bailarines se llevaron al director, que seguía sangrando por la nariz, y parecía algo mareado.
>>El padre agarró a su hijo por la muñeca, pero éste se soltó. Entonces el padre le gritó:
“¿En esto gastás la plata que te doy?”
>>Y él le dijo: “Por favor, ahora no. Aquí no”.
>>Estábamos los tres solos en la sala. Yo seguí fingiendo que limpiaba una butaca a fondo, e intentaba despegar un chicle del respaldo, pero no podía dejar de mirar de reojo ese folletín. Ellos no parecían reparar en mí, como de costumbre. Y siguieron discutiendo:
“Ya no soy un pibe. No podés venir acá hecho un basilisco y estropear mi laburo y el de mis compañeros. Ya no estoy en la escuela”.
“¿Laburo, compañeros? ¿Te refieres a esas nenazas en leotardos?”
>>Hasta yo me sentí ofendido al oírlo.
El chico le gritó: “Padre, ya es suficiente. Esto es lo que soy, no voy a cambiar. Ya soy un hombre. Ya soy grande.
Y le contestó: “¿Un hombre? No me hagas reír.
>>El chico le dio la espalda y subió al escenario. Y así, sin más, hizo un deboulé perfecto. El giro, la estabilidad, la recepción. De diez. Lo miró y le dijo: “¿Sabes cuánto he sangrado para poder hacer esto?”
“Basura de nenazas. Yo sí, que he sangrado para conseguir la plata que malgastas vistiéndote de mujer”. Le soltó al chico aquel bastardo.
Y entonces él chico le dijo algo como: “Más bien son otros los que sangran”.
>>¡Ahhh! Estaba tan enfadado agente, que quería usar mi espátula para arrancarle eso de la cabeza. ¡¿Cómo puede alguien ser así hoy en día?! Imagine el enfado del chico. Siguieron discutiendo. La cosa fue a peor. Entonces el padre subió al escenario y lo abofeteó, pero no sólo una vez, muchas. El chico tenía la cara como un tomate de ensalada y lloraba. Cuando parecía que iba a rendirse, gritó. Empujó a su padre con todas sus fuerzas, y éste se golpeó la cabeza con la esquina de la mesa que había de atrezzo en el escenario. Empezó a sangrar. No se movían, ni padre, ni hijo. Ahí fue cuando salí corriendo al escenario y lo aparté de un empujón. Intenté parar la sangre, que manaba de su nuca con mis manos. Mire, aún las tengo manchadas de sangre. Le grité al chico muchas veces que fuera a buscar ayuda, pero simplemente salió corriendo diciendo: “Yo no quería, no quería, no fue apropósito, yo no quería…” Así que tuve que ir yo. Pero cuando llegamos era demasiado tarde, o eso me dijo el médico que le tomó el pulso. Luego me hicieron salir. Es todo lo que sé.
Gracias, es todo lo que necesitamos por ahora.
Pero, Juan, el chico dice que después de que le abofeteara se fue de allí.
¿Qué esperabas, una confesión? Viste el estado en el que lo encontramos.
¿Puedo irme agente?
Sí.
**

Señor, el trabajo está hecho. No, no habrá problemas, la coartada es sólida, los testigos lo ratificarán y ya tienen al culpable no se molestarán en buscar más. Espero que el resto del dinero esté en mi cuenta antes de terminar esta llamada. Por un tiempo no estaré disponible, tendré que testificar. Adiós.

¡Hasta la próxima desconexión!

miércoles, 12 de febrero de 2014

UN SIMPLE ENCARGO


Son las tres de la madrugada, camina bajo el frío por una solitaria calle cuesta arriba, bajo la luz de las farolas, como si intentara pisar su propia sombra. Camina contra el viento, la parte baja de su largo abrigo se agita. Lleva unos auriculares puestos, pero ninguna canción suena en el ipod que lleva sujeto a la muñeca izquierda. Lo único que se reproduce es un grito agónico, una y otra vez. De su manga derecha caen pequeñas gotas de sangre. No parece importarle.

Hace tres noche al llegar a casa de madrugada, la encontró en el salón, tumbada en el suelo. Su posición era extraña, él mejor que nadie sabía por su postura que no estaba dormida. Al encender la luz vio como descansaba sonriendo, sobre un charco de sangre. Se acercó, la cogió en brazos. No llamó a la policía. La metió en la bañera, la desnudó y limpió. Le lavó el pelo usando su champú favorito, el caro. La vistió y la dejó reposar en la cama. No le puso colonia. Ella odiaba que en la cama oliera a colonia.
Fue por una fregona y recogió el reguero de sangre y desinfectó toda la casa. Se metió en la misma bañera en la que la había lavado y se duchó, usó su mismo champú.
Hacía tres días. Un día tardó en averiguar quién lo había hecho. Otro día tardó en saber por qué lo habían mandado y dónde se ocultaba. El último lo saboreó.
Esperó a que estuviera en casa, viendo la televisión en chándal. Los asesinos también ven la televisión en chándal, lo sabía bien.
No le costó colarse en su casa. Que fuera una casa apartada, le facilitó las cosas. Algunas veces aislarse puede ser el peor de los remedios. Forzó la puerta del patio trasero. Conforme avanzaba se dio cuenta que no quería dispararle. Morir así es como introducirse en agua caliente poco a poco. Aunque podía elegir bien donde dispararle, pero aun así eso no le proporcionaba lo que él quería. Deseaba hacerle daño con sus propias manos, quería proximidad, verle de cerca derramar el miedo por los ojos.
Mientras recorría el pasillo miró en una de las habitaciones, aquello serviría. Debía darse prisa. Encendió su ipod, buscó la opción de grabar, la pulsó y siguió.
Estaba dormido en el sofá y en la televisión un programa de esos de tarot. Por lo que vio y olió había celebrado a lo grande el último trabajo.
Ni siquiera sintió su presencia hasta que le clavó el abrecartas en el globo ocular izquierdo. Su grito fue espantoso, pero le metió el puño en la boca para hacerle callar. Él le miró con su único ojo. Supo que lo reconoció pero sin hacerlo, que lo había visto en alguna foto como el marido de su objetivo, pero nadie le había advertido sobre quién era.
Antes de acabar con él le dijo:
—Tengo curiosidad. Mi mujer estaba en el suelo y sonreía. ¿Por qué?
El asesino gimoteaba mientras se tapaba el ojo herido, sin poder impedir el sangrado.
—¡Responde! —Le gritó mientras le apretaba la herida lo justo para que no se desmayara.
Volvió a gritar, mientras lloraba suplicante y sudaba aplastado contra el respaldo del sillón.
Cuando al fin recuperó el aliento, parecía que su verdugo no tuviera prisa por terminar y le sacó el puño de la boca, muy despacio.
—Dijo que me vería muy pronto —consiguió decir entre toses y arcadas. La sangre le entraba en la boca.
—Siempre fue una mujer inteligente.
Clavó el abrecartas en su cuello y la sangre salpicó su abrigo negro.

¡Hasta la próxima desconexión!

jueves, 6 de febrero de 2014

SÉ DONDE ESTOY


Me desperté con una sensación extraña. Había soñado. Estaba acostumbrada a las pesadillas, pero esta vez no había nada de eso en mi sueño.
Me levanté y me vestí. En el salón cogí el teléfono y la antigua agenda. Aquel libro que apenas usaba. Miré el reloj y me atreví a marcar antes de que la sensación desapareciera.
**
Estoy en mi viejo coche, en el asiento de atrás. Supongo que mi padre es quién conduce, pero no puedo verle la cara, y nunca se gira a mirarme. Estoy contenta. No sé por qué, pero el estar aquí me pone feliz.
No tengo más de nueve años. En la radio suena el viejo cassette de José Luís Perales, ahora mismo escucho el inicio de la canción “El Amor”. ¡Ah! Esa canción siempre suena en mis viajes en coche.
Miro por la ventanilla, no puedo ver nada. Hay niebla. Sé donde voy. Aquel llano siempre está cubierto por la niebla. Me trae a la mente más recuerdos. Mi abuelo, que era camionero, siempre decía que la niebla era el mayor enemigo en la carretera. Su colonia de barbero me llena la nariz y se desvanece. La niebla se ha ido. Aparecen a ambos lados de la carretera esos árboles finos y altos, muy juntos. No les queda ni una hoja. Es invierno. Siempre han tenido este aspecto en invierno. Mi pequeño bosque. Recuerdo esos árboles desde que pasé por aquí la primera vez. Sé donde voy.
Todo se vuelve un poco borroso. La canción ya no suena. Ando por un pasillo largo. Tres puertas a mi derecha y una enfrente, al final del pasillo. Camino arrastrando un bolígrafo contra la pared blanca. Sé que van a regañarme y aún así sigo marcando mi camino con ese azul cobalto. Sé donde estoy.
Cruzo la puerta al final del pasillo. Es el cuarto de baño. Estrecho y alargado, la bañera a la derecha, a la izquierda el lavado y el váter, al fondo una ventana con rejas. Me asomo.
Es de noche. Estoy sentada en la ventana del baño con las piernas por fuera, hay viento y me encanta. Oigo las campanas de la ermita a lo lejos, me acunan. Vuelven los recuerdos. El aire mueve mi pelo y mece las flores. Miro al cielo, despejado y lleno de estrellas. El viento se cuela por mi ropa y me hace cosquillas, conozco esa sensación. Sé donde estoy.
Es de día, camino bajo el sol que me hace entrecerrar los ojos. Un mar de árboles robustos, con sus marrones y verdes y sus surcos aparece frente a mí. Siempre que los veo se me acelera el corazón y empaña la vista. Ahora quiero ir a comer pan con aceite, nunca puedo olvidar ese sabor… Sé donde estoy.
**
Marco esos nueve números y espero que descuelgue. Lo hace al tercer tono, como siempre, ni muy pronto, porque no hay que parecer ansioso, ni muy tarde porque no es educado hacer esperar. El acento es inconfundible y me doy cuenta que lo extraño.
—¿Diga?

—Soy yo. Hoy he soñado que iba a casa.

¡Hasta la próxima desconexión!

martes, 21 de enero de 2014

¿UN ROBIN HOOD MODERNO?




Hoy toca almorzar pescado, pensó Oliver mientras daba un bocado a su sándwich de atún. Estaba aceitoso. Se limpió los dedos en su agujereada camiseta en la que Yoda fumando marihuana decía: “Hazlo o no lo hagas, pero no lo intentes”.
Se sentó frente a su portátil. Esta vez el encargo no era complicado y el beneficio era más que apetecible. Pirateó la base de datos de la Organización Nacional de Transplantes. Sólo tenía que colocar el nombre del hijo de su cliente el primero de la lista y estaría terminado. Limpio, rápido, sencillo y tremendamente provechoso, sobre todo para él.
Comprobó su cuenta y tras confirmar el pago y hacerlo desaparecer en el entramado habitual, finalizó el trabajo.
-Hora de recuperar el equilibrio- y como si fuera tan sencillo como acceder a su email pirateó la cuenta bancaria de su último cliente.
-Siempre tan generoso- dijo.
Tomó trescientos mil euros y los donó de forma anónima a una fundación contra el cáncer infantil.
-Listo- mordió de nuevo el sándwich de atún y miró su reloj. Le daba tiempo a ver un nuevo capítulo de Big Bang Theory antes de volver a la empresa.

¡Hasta la próxima desconexión!