Se encontraron por casualidad en un bar, antes solía ocurrir a menudo, pero esas casualidades eran cada vez menos desde que él se había mudado. Ahora jugaban a encontrarse cuando regresaba a su ciudad natal. Aun así, habían logrado mantener su amistad a lo largo de los años y siempre estaban cerca en los momentos importantes, como este.
Ella estaba con un
grupo de amigos tomando unas tapas, se abrió la puerta y él apareció. Iba solo,
con su barba de muchos días y sus pantalones bajos. Como si un resorte se
activara se levantó de la silla y fue a saludarle. Los abrazos con las miradas llegaron antes que con los cuerpos. Lo ojos empañados. El abrazo duró cinco
segundos más de lo que solía hacerlo, apretado. Al separarse, las lágrimas acariciaban sus pestañas:
―¿Estás bien? ―le preguntó con la garganta contenida y los ojos más abiertos de lo normal.
―Sí. No me mires así, si lloras vas a pegármelo ―indicó él, desanimado.
―Ya, ya está ―se limpió con rapidez los visos de tristeza― ¿Quieres
tomar algo? ¿Vamos a otro sitio? ―se giró para pedir disculpas con un gesto al
grupo que pretendía dejar allí.
―Solo si no hablamos del tema. Nada de cosas tristes. Ya no lo soporto,
sabes ―con aquel gesto cansado no parecía el de siempre.
―Te contaré todo lo gracioso que me haya pasado desde que no nos vemos,
y si no me lo inventaré. Sabes que soy buena contando historias ―sonrió y se colocó la máscara y la nariz de goma para su próxima actuación― pero debes prometerme algo.
―¿El qué?
―Prométeme que te reirás de todas las anécdotas y tonterías que te cuente; aunque
sean malas y sin gracia, incluso si ya te las he contado.
―Prometido ―y sonrió como si dos alambres tiraran de su fatigado rostro, intentando abrir la puerta a la recuperación.
Hasta la próxima desconexión.