Siempre te han dicho
que las armas las carga el diablo, pero pocas armas hacen más daño que las
palabras. Piensas que es un cliché, o una exageración, pero las palabras hieren
durante años y las balas, tan solo una vez.
Corroen
la conciencia poco a poco y se instalan en tu mente apoderándose de sus
resquicios, invadiéndola como un virus que ataca en silencio, a oscuras, a
cualquier hora. Se aprovechan de tu sueño, de tus momentos libres, de tus defensas
bajas. Acuden como un mantra, condicionando lo que haces.
Hay frases que
recuerdas durante años palabra por palabra, como si te apuñalaran
la cabeza; resuenan como las oraciones aprendidas de niños. Cuando crees que
has olvidado, se deslizan por uno de esos huecos y de nuevo cierras los
ojos, aprietas los dientes, sientes: la misma vergüenza, el enfado, la tristeza...
Renace lo que dijiste, oíste, o escribiste.
Contra ellas no hay
corrector que te salve, ni vacuna que te aísle, ni jarabe que las aplaque. Son la cara oculta del arma que inventó el hombre y que a algunas veces, fingiendo
la dulzura que no tienen, se visten de poesía.
¡Hasta la próxima desconexión!