
Todas las luces de las habitaciones estaban apagadas. La casa se sumía en una voluntaria y absoluta oscuridad. Solamente la llama de una única vela lanzaba extraños reflejos sobre las paredes del salón.
Extrañas sombras, con forma de demonio, como los que poblaban su mente aquella noche. Otra de las tantas noches, que aguardaba en silencio. Aferrando entre sus manos aquella prenda que él le había regalado al poco tiempo de conocerse. Aquella prenda que fue el primer gesto de amor que le brindó. La que le hizo albergar la esperanza de poder llegar a su frío y duro interior.
En aquel entonces aun no sabía que ese corazón en el que deseaba abrirse paso, sería el mismo que la obligara a pasar aquellas terribles e interminables noches en vela, esperándolo, confiando en su temido regreso.
Cada vez que debía partir sentía como la sangre se le quedaba congelada dentro de ella, estática. Porque cada vez que él salía a trabajar, algún otro no volvería a hacerlo nunca más. La aterraba tanto la posibilidad de cruzarse con la próxima víctima, conocerla, que fuera un típico padre de familia, con el que alguna vez, mantuviera una insignificante conversación en un ascensor, o en el mercado... Pero aún más la hacía sentirse enferma, casi como una moribunda, que fuera él quien no regresara, alguna de aquellas siniestras noches. La, siempre presente, posibilidad de no poder volver a abrazar su espalda llena de pequeñas cicatrices, de colocar sus manos sobre sus mejillas y mirarlo tiernamente a los ojos, esos ojos negros, como lo era su interior, en ocasiones. Esos ojos que la hacían estremecerse, cuando la miraban al volver a casa.
Estaba tardando demasiado. Ya debía estar de vuelta
-¿Estará herido? ¿Habrá muerto?
Eran las mismas preguntas de siempre, y el mismo silencio por respuesta.
-“Parece que ser hasta la mujer de un asesino tiene su propia rutina”- pensó.
En aquel momento, la puerta del salón se abrió sigilosamente, pero no entró nadie. Solamente una bala cruzó la estancia cortando el aire, hasta chocar, dolorosamente, contra su carne, a la altura de su estómago, introduciéndose en él, como las manos se introducen en un recipiente de agua caliente. Esa fue la sensación que tuvo, en aquel momento.
-“Así que es esto lo que se siente”- y cayó de rodillas al suelo.
Sentía que la vida se le agotaba con cada gota roja que escapada de su vientre, ensuciando el suelo.
Un extraño hombre se acercó a ella, y colocó su arma a la altura de su cabeza. Ella lo miró firmemente y sonrió. Pudo sentir la turbación del asesino.
-“No me preguntes por qué sonrío. Mañana, cuando volvamos a encontrarnos no tendré necesidad de decírtelo”Tras el estruendo de la detonación otra bala se incrustó en su cráneo.
Hasta la próxima desconexión!!!!!!!!!!!!!