
A las cinco de la tarde. La hora del enfrentamiento, la hora sagrada. La hora deseada y temida. Había aprendido a amar aquel momento desde que tenía su más temprano recuerdo. Las cinco de la tarde. El sol dorado reflejándose sobre la arena. La suave brisa, y ese calor que salía del suelo, por donde pisaba, con sus planas zapatillas. Su cuerpo relajado, dentro de la tensión, su valor templado, su temperamento puesto a disposición de la tarde.
El paseíllo.
Su cuerpo ceñido por el traje de luces brilla al recibir al temido sol. Su chaquetilla abierta sobre el pecho, exhibiendo aquello que ofrecía a la afición, bajo la atenta vigilancia del corbatín. Su montera colocada sobre su fría cabeza, la coletilla pulcramente fingida. Esa tarde, a las cinco, colocaba a las dos suertes su hechura ataviada de azul y oro.
Enfrente su mortal enemigo, al que temía y amaba como a ninguna otra criatura, al que le debía lo que era, lo que sería, aquello para lo que había nacido, su destino, y su muerte.
Negra imagen que se cruza ante sus atentos ojos, defensa rosa y amarilla que vuela para protegerlo, engañándolo tras su espectáculo de espejos de tela. Paso cierto sobre el ruedo, cerca, más cerca. Sus ojos se encuentran, sus miradas se hablan, se acompañan, se respetan, se temen, se igualan.
La suerte está echada. El rojo sale al frente en hermandad con el acero. Se oyen los aplausos lejanos, precursores.
El último tercio. El fin.
El último saludo, la última reverencia.
El valor en la mano derecha, el corazón palpitante, los ojos atemorizantes, la izquierda que dirige. Todo cuadrado. Paso adelante, el último engaño...
Da la vuelta, el dolor, la caída, el peso, el pesar, rojo, se tiñe la plaza, la sangre que se filtra en el albero...
Los gritos, las exclamaciones, las carreras, habrá descabello, pero antes...
La cuadrilla que corre, el torero que sangra, que permanece derrotado en la firme arena. Su aliento se aleja, tras el “revolcón” no siente, ni padece, quiere volver a la faena, pero su cuerpo no responde, no ve donde se encuentra el adversario. De repente lo sabe. Sabe que ha perdido. Esta batalla la ganó el enemigo vencido, que no disfrutará de su victoria.
Sus ojos se van cerrando, siente la brisa sobre su rostro sudoroso, su cuerpo se eleva... corren... pero no siente nada, ni calor, ni frío, ni dolor, ni miedo, ni pesar... porque fue vencido en el envite...
La sangre que mana sin piedad, los sonidos de la afición que se alejan, el camino a la enfermería... preferiría permanecer en la plaza, terminar en la dorada arena, con el sol escondiéndose tras el último palco.
A las cinco de la tarde... su suerte estaba echada... a las cinco de la tarde... en el último tercio, la última estocada no la propició el torero, sino el toro...
Tras unos instantes... volvió a abrirse la puerta de toriles...
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Hasta la próxima desconexión!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!