domingo, 17 de abril de 2016

전사 (Guerreros)



La aldea no era más que un puñado de chozas destartaladas, con los tejados en forma de cono hechos de madera y paja. Pero a él le parecían palacios, nunca había dormido a resguardo. Desde que podía recordar había permanecido a la intemperie. Dormía en cuevas, comía los frutos de los árboles, se lavaba en el arroyo que cruzaba la montaña. Su casa era toda aquella montaña, el valle, la meseta; las plantas de sus pies estaban curtidas de recorrer esos caminos, tal era su pobreza y su riqueza. Por eso, a veces, miraba con envidia la vida de los niños y, con los años, de los adultos que vivían en aquellas chozas.

Una mañana de primavera, mientras chupaba una flor para extraerle el azúcar, escuchó el grito de una mujer; corrió monte a través para saber qué ocurría. En un claro pudo ver como una señora, que llevaba a su espalda un bebé atado con un trozo de tela, lloraba desconsolada tirada en el suelo. Cuando iba a dar un paso hacia ella lo vio, un tigre estaba mirándola desde el otro lado del claro, caminaba bordeándolo decidiendo el mejor ángulo para atacar, lo que parecía inminente. El muchacho no tuvo tiempo de pensar en lo que estaba haciendo y por puro instinto corrió hacia la mujer interponiendo su cuerpo entre ella y el tigre. El animal, desconcertado por la nueva víctima permaneció quieto un momento, abrió las fauces y emitió el rugido más rotundo que había oído la mujer nunca, esta aprovechó para descolgar a su hijo y abrazarlo aunque fuera una última vez. Pero el tigre no avanzó hacia ellos. El chico estaba allí, en pie, con los ojos fijos en los ojos del tigre, manteniéndole la mirada, en posición amenazante, tieso, como si fuera  de piedra. No movía un solo músculo, pero no por ello parecía menos imponente. El tigre volvió a rugir, giró sobre sus propios pasos y se alejó mansamente. El chico giró la cabeza, miró por encima de su hombro a la mujer y a su bebé y con una breve inclinación se alejó corriendo. No hubo una sola palabra, ni presentaciones, ni tan siquiera un atisbo de reconocimiento, pero aquel bebé y el muchacho sellaron su destino para siempre.

 Pasaron los años y el bebé creció, Jun Ki, le llamaron, y se crió escuchando cómo fue salvado de un tigre por el joven Jeonsa, como empezaron a nombrarle desde ese momento. Las hazañas de Jeonsa no quedaron solo en ese altercado, se decía que había logrado alcanzar corriendo a un leopardo cuando este atacó a una joven pareja que se había fugado de casa y había conseguido hacer que los dejara en paz con tan solo mirarlo. Otros contaban que con su mirada consiguió detener un halcón en pleno vuelo que iba tras las crías de ardilla de unos niños. Su leyenda fue aumentando y a los ojos de Jun Ki su salvador era casi un dios. Así que llegó a la conclusión de que si ese ser tan especial le había elegido para ser salvado, tal vez él estaba destinado a hacer grandes cosas. Jun Ki, desde muy joven, demostró ser un hombre muy inteligente, hizo prosperar la aldea y en poco tiempo se convirtió en el Jefe del poblado. Su fama se fue extendiendo a los demás asentamientos, hasta llegar al Regente de la provincia. Poco le gustaba que las aldeas que él no controlaba se fortalecieran independientes de sus intereses y sus deseos. Decidió acudir a conocer a ese tal Jun Ki. Le bastó un único encuentro para comprender el peligro que suponía que alguien así le hiciera frente en las reuniones de los Jefes de las aldeas. Solo tenía dos opciones: atraerle a su bando y convertirle en otro peón, o socavar su influencia. Ninguna de las dos le pareció tarea fácil. Sus intentos de soborno se deshicieron antes incluso de ser planteados, fue rechazado de forma tan sutil y elegante que ni tan siquiera podía ofenderse públicamente con él. Entonces elucubró un nuevo plan, demostrarles a todos que el Jefe de la aldea no podría defenderles de los posibles peligros sin contar con el apoyo de su Regente.
En esos días se sucedieron en la aldea varios hechos violentos o poco frecuentes: robos en casas, agresiones, sabotajes en las cosechas, y todos acudían a Jun Ki. Él los tranquilizaba y les prometía que pronto pasarían y que encontraría al culpable. Mientras tanto los hombres del Regente envenenaban las mentes simples de los aldeanos con palabras amargas derramadas sobre oídos confiados y prestos a creer. Se corrió la voz sobre la incapacidad de Jun Ki de proteger a su pueblo: “puede ser muy inteligente, pero su fuerza y su coraje no están a la altura”. Aprovechando la ocasión el Regente convocó unos juegos de destreza en el que por ley debían participar todos los Jefes de las aldeas. Jun Ki sabía perfectamente cuáles eran los planes del malvado señor, pero no quería dejarle salirse con la suya. El Regente, curtido en muchas más conspiraciones que Jun Ki, no iba a dejar nada al azar, y mandó a varios de sus hombres para que se aseguraran de que no pudiera ser el vencedor de los juegos. A la mañana siguiente nadie pudo ver a Jun Ki partir hacia la competición, según dijeron había salido muy temprano en un palanquín cubierto. Pero el Regente sabía que aquello solo era una media verdad, sus hombres le habían informado que todo había salido según lo planeado y que esa paliza no le permitiría realizar las pruebas. Sin embargo Jun Ki aún tenía una carta bajo su manga.
El Regente estaba ansioso por verlo llegar, aunque cuando se abrió el palanquín no sólo se bajó Jun Ki, sino que iba acompañado por un hombre vestido únicamente unos finos pantalones de lino blanco y la cinta de cuero de su carjac que le cruzaba el pecho. Jun Ki se apresuró a presentarlo:
―Señor, este es Jeonsa, mi hermano y protector de la aldea. Él participará en el torneo por mí.
―Me temo que no es posible, solo los Jefes de la aldea pueden hacerlo. Si no se encuentra en condiciones puede ser dispensado ―se relamió.
―Según el edicto que recibí, se trata de comprobar la valía de los jefes como defensores de la aldea. En nuestro caso, mi hermano es el defensor, siempre lo ha sido.
―Pero va contra las normas.
―Pensé que lo que se pretendía con este torneo era comprobar la seguridad de las aldeas.
―Lo es. Pero también lo es saber si el Jefe es el hombre correcto para protegerla.
―Si ese es el verdadero y único motivo para ser Jefe, en este mismo momento y teniéndole a usted y a todos los demás como testigos, cedo mi posición de Jefe a mi hermano, Jeonsa “El guerrero”.
―Esa no es una decisión que pueda tomar libremente, su aldea debe decidir.
―¿Qué mejor manera de saber si es digno que ganando este torneo? Ya que como dijo, es la prueba de que será un buen defensor de su pueblo.
Ante aquella respuesta no pudo desdecirse y aceptó la participación de Jeonsa en el torneo. Al guerrero no le fue difícil superar todas las pruebas, contaba con la fuerza del tigre para la lucha cuerpo a cuerpo, la velocidad del leopardo para las escaramuzas con el sable y la vista del halcón para dar en las dianas más alejadas. Nada era comparable a su instinto de fiera.
Tras proclamarlo vencedor y legítimo Jefe de la aldea, Jeonsa, se arrodilló frente a su hermano y le ofreció tanto el título como la victoria del torneo, y ante todos proclamó que el único hombre ante el que se arrodillaría sería él y que le reconocía como Su Señor y verdadero Jefe. Se postraba ante él en señal de respeto y devoción y se comprometía a ponerse a su servicio y defender la aldea siempre que él fuera el Jefe. El público estalló en vítores, ya que todos comprendieron que con aquel dúo había ganado y con ellos al frente de sus destinos estarían a salvo.
El Regente moría de frustración e impotencia ante la osadía de aquellos dos hombres que le habían tomado el pelo. Jun Ki, que ya no podía disimular por más tiempo sus heridas, solicitó permiso para regresar a su casa, el Regente sintiendo que era la última oportunidad para acabar con él se lo concedió, mientras con un leve movimiento de cabeza le indicaba a sus hombres lo que tenían que hacer.
La emboscada estaba preparada, pero justo cuando iban a lanzarse al ataque, fueron atacados por un tigre, un leopardo y un halcón que desmantelaron sus planes.
―Esos gritos. ¿Son cosa tuya? ―preguntó mientras Jeonsa le volvía a vendar las heridas.
―Es posible.
―Vuelves a salvarme la vida, hermano. ¿Cómo debería pagarte? Dime qué es lo que más quieres y te lo conseguiré.
Jeonsa sonrió.
―Quiero que madre vuelva a hacer su sopa de algas y me la coloque en un cuenco de barro en aquel claro del bosque donde os encontré por primera vez. Como hizo durante años desde aquel día.
Jun Ki se entristeció.
―Ojalá pudiera. Yo también echo de menos su sopa.
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Aún hoy se cuentan las hazañas de Jeonsa, “Protector de la Aldea”, que podía domar a los animales con su mirada y adquirir su fuerza. Aquel que la historia convirtió en leyenda.

Hasta la próxima desconexión.

domingo, 3 de abril de 2016

RECORDAR EL OLVIDO




Escribí una carta que jamás llegué a mandar, la escribí a mano, con un bolígrafo rojo, como la pasión que impulsaba mi trazo. La escribí y la guardé bajó siete llaves, bueno más bien bajo unas cuantas libretas, portafolios y cuadernos. La enterré.
Sepulté el sentimiento que me obligaba a escribir, insatisfecha con el resultado, cobarde ante las perspectivas de que fuera leída. Muerta de miedo.

Años después la he encontrado por casualidad, buscando, no sé, cualquier cosa que ahora no ocupa mi mente. La he leído con ojos renovados que, extrañamente, aún son los míos y ni siquiera me molesto en recordar la cara a su destinatario. No me reconozco ni en el trazo, ni en la forma, ni en la pasión, ni en el dolor que desprende. Mis sentimientos se han amansado y he perdido mi brillo. Puede que hiciera aterrizar mis sueños para poder alcanzarlos, y así los hice más pequeños, más mundanos, me hice más conformista, más pragmática, menos soñadora. Pero aun sabiéndolo, aun teniendo la certeza de mi cambio, la coraza no se rompe por una carta de esos años en los que cada canción parecía dirigirse a ti, una carta no te hace despegar. Si eres como yo, leerás la carta, sonreirás con esa media sonrisa que ponen los cínicos ante los ingenuos, pondrás tus ojos en blanco ante su simpleza y te burlarás de lo importante que te parecían aquellas estupideces de esa etapa de la vida, la doblarás pero ni la romperás ni la tirarás; la ocultarás bajo el peso del discurrir de los años y la desviación de ti mismo, como un tributo, como un recuerdo que pronto olvidas, hasta que desempolves de nuevo ese cajón cuando algo te arrastre a la necesidad de rebuscar en el pasado, para saber cómo llegaste a este presente.

Hasta la próxima desconexión.