Volvía a casa tras un largo día
de trajes grises y sonrisas de alambre. Un gusano de hierro la llevaba bajo
tierra impidiendo que la claridad del crepúsculo inundara sus apagados ojos. La
música se derramaba por sus oídos acompañándola en su lenta lectura, aislándola
del mundo.
Enérgicos pasos acompasaban sus
doloridas rodillas y tensos tobillos de camino a casa. Al traspasar el umbral
de su hogar se aligeraba un poco el peso de la jornada, conocedora de lo que sucedería
en los próximos minutos.
Se quitó de encima el gris con ágiles
manos, que volaban sobre su ropa, mientras se erizaba la piel por el cambio de
temperatura y la emoción del por llegar. Con rapidez sacó del primer cajón esos
calcetines de colores, brillantes, de algodón, absolutamente incorrectos y se los
puso sintiendo como se relajaba. Terminó
de vestirse. Rauda, bajo cadenciosos mantras llegó a su acogedor destino. Allí
una “bruja” extendía la sonoridad de su risa por todos los rincones poco
iluminados, atravesando paredes, consiguiendo que la energía fluyera suave a su
alrededor.
Tras acomodarse con sus piernas
dobladas sosteniendo el peso de su espalda, comenzó la relajación, inhala,
exhala, inhala, exhala… y poco a poco el color volvía a posarse sobre la
oscuridad que existía tras sus párpados, dibujando, en aquella neblina, figuras
olvidadas, aligerando su mente, preparada para la desconexión de una hora y
cuarto que se regalaba.
Empezaba su clase de yoga.
Hasta la próxima desconexión.
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